El triste final de la ambiciosa e inocente mujer cucaracha.
La mujer cucaracha rebuscaba un día, como de costumbre, entre la podrida basura de la ciudad. Cuando de repente encontró algo inesperado. Un gallo muerto asomaba su cresta por entre las bolsas negras y pestilentes. No era el caso que a la mujer cucaracha le gustase comer gallo, fueron los ojos de aquel macho los que le hicieron cogerle y librarlo de aquella situación. Lo arrastró tirando del largo y pelón cuello durante horas por las calles de la oscura ciudad. Pensaba en las posibilidades que tendría con él. Si a él le gustaría su casa, si le gustaría mantener largas conversaciones como a ella, si la acompañaría a rebuscar entre las grandes gangas de basura urbana. Todo eso pensaba la mujer cucaracha mientras arrastraba el cuerpo inerte del macho gallo.
Cuando llegaron a casa de la mujer cucaracha, un hediondo agujero excavado en la pared de una de las zonas periféricas y suburbiales de la ciudad, la mujer intentó meter al gallo en ella. Cual fue su desaliento que el macho no cabía por aquel minúsculo agujero que ella había construido y conservado durante años. Jaló de su cuello hasta la desesperación, y apenas entraba la cabeza, pero el cuerpo, hinchado y fláccido se atoraba entre pared y pared.
La mujer cucaracha no quería perder la oportunidad de su vida. Se acordaba de lo triste y sola que había estado siempre, de lo amargo que era vagar por la ciudad sin haber conocido el amor, sintiendo las miradas críticas de los demás que decían: “Esa se ha quedado sola”. Imaginaba escenas en las que juntos reían ante la vida y boca arriba en el suelo pataleaban de la risa. Y la vida reía con ellos. Y cuando el brote de emoción más fuerte crecía en ella, más tiraba y tiraba del cuello del desgraciado gallo. A cada minuto que pasaba, conseguía que entrara un milímetro más del morado pescuezo. Pasaron horas y horas hasta que las fuerzas, sin más, se le agotaron. Paró, fue a sentarse a descansar, pero claro, el agujero era demasiado pequeño y ya con aquella gigantesca cabeza de gallo metida en su casa no había más hueco ni para sentarse. Entonces, se descubrió aprisionada entre animal y pared, de pie, sin poder mover ni un solo pelo y soportando el enorme peso de su amado sobre sí.
Así, permaneció días, meses y años hasta que murió. Jamás imaginó, la ambiciosa e inocente mujer cucaracha, que el amor le traería tantos disgustos.
El caso de la mosca alcahueta por no decir cojonera.
Encima de la sardina. En todas las reuniones. En la planta de los pies. La que no te deja dormir. Alrededor de la cabeza. Sobre la bolsa de basura. Entre los dedos de las manos y de los pies. La resbaladiza. Aquella que te distrae. En los labios. Ella todo lo escucha y todo lo ve. Sobre el fregado sucio. Sobrevolando. La que te atormenta. Te encantaría cazarla. Pero es difícil y requiere una técnica. Unos prefieren aplastarla contra la pared. Otros, la matan al vuelo. Pero aparece otra, igual que aquella. Maleducada. Histérica. Jodida. Parece torpe, pero es certera. Elije y allá va. Ruidosa y entrometida. Alcahueta y caprichosa. La dueña y señora de todos los lugares: la mosca.
Pero, ¿QUÉ ENCIERRA Y HUMILLA A LA MOSCA?
La ventana, eterna enemiga, se alza delante de ella para oprimirla. Pero si consiguiera la manera de traspasarla…
Es más, ¿No será por la ventana que la mosca se volvió alcahueta?
La hormiga atónita.
Una hormiga que iba caminando hacia su hormiguero pensó:
“Si consiguiera escaparme del hormiguero ya no tendría tantas limitaciones. Podría caminar libremente, comer a mi antojo. No adoraría ni respetaría a nadie por encima de mí. Podría descansar y tumbarme a la sombra de un buen árbol. Si consiguiera escaparme, me quedaría sola para siempre. Podría tomar mis propias decisiones y nadie, nadie, me diría ni cómo ni porqué.”
Siguió caminando hasta que sus pies pararon justo a la puerta del hormiguero. Llevaba a cuestas una miga de pan que pesaba al menos cincuenta veces su mismo peso.
1er final:
La dejó en el suelo y miró hacia atrás. Un amplio valle se mostraba ante sus ojos. Se dijo para sí: “Si consiguiera escaparme, me quedaría aquí cerquita, donde la comida y el sol nunca faltan. Y la gente tampoco es que sea tan estúpida conmigo.” Y entró nuevamente en el hormiguero con su gran miga de pan.
2º final:
Se giró y salió corriendo en dirección a los árboles. Como la miga de pan pesaba tanto comenzó a sentirse muy cansada, y decidió descansar al lado de un pequeño charco. Apenas se había alejado unos metros del hormiguero. Se tumbó, cogió una pequeña ramita y se la colocó en la boca. Al cabo de unos segundos pensó: “Si en un minuto no viene nadie a buscarme, regreso.”
3er final:
Se le acercó otra hormiga vecina suya y le dijo:
- ¡Oh, qué gran miga de pan!
- ¿Ah, sí? ¡Pues metéosla por donde os quepa! Y soltó la miga de pan con tanto mal genio que derrumbó la puerta de entrada del hormiguero con todas las hormigas dentro. Se quedó inmóvil por un momento y pensó:
“Si consiguiera entrar les ayudaría a salir. Pero, se ha puesto todo tan difícil…” Y huyó lejos, hacia los árboles y los valles. Vivió feliz algún tiempo. Aunque el remordimiento no le dejaba dormir por las noches.
4º final:
Sin más, entró en el hormiguero y se dijo para sí.
“Mañana será otro día”.
Susssan, la bicha lasciva
Susan, una bicha joven de buen ver, fue una noche sola a un bar de copas. Cuando llegó, el bar estaba repleto de jóvenes serpientes macho y como no, alguna que otra lagarta, que bailaban y se hablaban a voces. La música pachanguera de moda retumbaba fuerte en el local y los camareros parecían como títeres de un lado a otro de la barra sirviendo sin demora a los clientes. Susan entró sin titubear, o más bien, sin dejar notar que titubeaba. Esa noche estaba espléndida. No solía salir mucho. Aunque ella era aún joven, sus familiares no paraban de hacer bromas acerca de su soltería y ya estaba harta de esto. De esto y de llegar a su casa y sentirse sola en su pisito barato alquilado en la periferia de la ciudad, lo único que su barato sueldo de cajera en un supermercado le podía permitir además de algunos gastos mínimos, ocasionales y necesarios.
Después de la tercera copa sentada en la barra observando cada vez más desinhibida el ambiente, Susan, decidió liberar un poco su alargado cuerpo y empezar a moverlo al ritmo de la música. Estaba segura de que no regresaría sola a casa. Y pensaba: “Esta noche, no puedo volver sola a casa”.
Al cabo de un rato, tres o dos copas más, Susan, bailaba desenfrenada en medio de la sala, erótica y resultona. Extrañamente, ningún macho la miraba. A Susan solían pasarle estas cosas. No solía tener éxito en el amor (o el sexo más bien). Quizá estaba en sus ojos, o en su entera presencia, la certeza del desamor, la rotunda obsesión del que sabe que va a perder antes de haber ganado nada. Hoy le daba igual. Seguía bailando y contoneándose. Se rozaba entre los demás. Se dejaba acariciar aunque fuera con empujones, se relamía con su mórbida lengua viperina y dejaba caer su cola sobre los paquetes cachondos de los machos que también bailaban desesperados en busca de una pizca de amor. Por una pizca de amor haría Susan lo que fuera esta noche. Siguió bailando y gritando y rozándose y sentía el furor loco de sentirse integrada en un lugar como ese, acompañada de serpientes y bichas como ella, que al servicio de la música entregaban su alma viviendo cada subidón, cada bajona como en el mejor de los rituales.
De repente, un golpe tiró a Susan al suelo. Al segundo, un círculo se abrió alrededor de ella y todos la miraron. Creyó hasta que la música se había parado tras un scrach de un vinilo. Se sintió desconcertada. No entendía nada hasta que pudo ver con dificultosa claridad que una serpiente macho se alzaba delante de ella con una pose extraña, y entendió, por su expresión, que éste la había empujado queriendo. Y antes de que ella pudiera pronunciar palabra él le espetó un desagradable “¡Guarra!”
Susan quiso que le tragara la tierra o al menos no haber tragado tanto alcohol para poder saber cómo afrontar esta situación. Apenas soltó un siseante “¿Qué?” sin aliento y volvió a decir el otro:
- ¡Guarra!
Susan se intentó incorporar para ver si así controlaba mejor lo que estaba pasando. No lo entendía. Después de todo, la habían empujado a ella, era ella la que debía estar enfadada. ¿A qué venía todo esto? Otra joven que estaba al lado, en este caso una lagarta, la volvió a empujar tirándola de nuevo al suelo.
- ¡Puta! – le espetaron desde el fondo.
Y de momento, toda la sala comenzó a insultarla a viva voz. Le señalaban con el dedo y le gritaban: “¡Vete de aquí! ¡So puta! ¡Eso, eso, que se vaya! ¡Bicha! ¡Lasciva! ¡Culebra! La marabunta de insultos fue creciendo cada vez más hasta que Susan se levantó del suelo lentamente y recibiendo aún gritos y empujones salió por la puerta y se alejó reptando, arrastrando su zigzageante cuerpo hasta llegar a su casa.
A Susan le costó mucho olvidar este incidente. Pero, curiosamente, cuando volvió a salir un día de marcha, se comportó de la misma lasciva manera, esperando al menos de alguna forma volver a ser el centro de atención en un maldito bar de copas.
El muro
El primer día de terapia se reunieron todas nerviositas perdidas. Cuchicheaban entre ellas exaltadas, excitadas, revoltosas. Allí estaban todas sentaditas: la cucaracha, la rata, la pájara, la mosca, la hormiga, la zorra, la perra, la loba, la bicha, la culebra y la lagarta. Todas en una reunión que las unía por un fin común.
Cuando el maestro mandó silencio para empezar la sesión, todas callaron repentinamente, y asustadas, lo miraron con actitud de sumisa espera. El maestro comenzó a hablar.
“Buenos días. Nadie es más que nadie. Y aunque ninguno ni ninguna somos iguales, todos tenemos los mismos derechos ante la ley. Y lo que es más, todos y todas nos merecemos el respeto íntegro de ser tratados por encima de nuestras diferencias individuales de género, raza, religión o moralidad. Las hembras han soportado durante siglos el peso cruel de la sociedad y la cultura y ahora deben romper el muro. Y esto es una tarea para ellas difícil pero constructiva que traerá la felicidad plena a nuestras vidas en común para machos y hembras. ¿Quién quiere romper el muro?”.
Así, empezaron cada una a contar sus más íntimas experiencias. Cómo el peso de la cultura las había hecho ser como eran. De lo hartas que estaban de las diferencias de status social entre machos y hembras, de los roles preestablecidos, de lo que se esperaba de ellas, del significado intrínseco de sus nombres despectivos, de las responsabilidades del hogar, de las puertas cerradas para ellas, de la lista de la compra, de encargarse de la educación de los críos, de los malos usos del lenguaje, de esperar, de estar debajo en la cama, de ser criticadas, de ser débiles, de ser fuertes y parecer lesbianas, de ser la pura o la puta, de casarse, de ser la hija para después ser la esposa y más tarde la madre, de ser fieles, de preparar la cena, de remendar los calcetines, de limpiar el váter, de ser limpias, de cotillear, de arrastrarse, de ser insultadas, de que se rían de ellas, de ser ignorantes, de tener más empatía, de comprender mejor a los demás, de saber escuchar, de ayudar, de comprender las cosas mínimas, de saber llevar las cuentas, de tener que ser algo solo porque se espera eso de ellas, en definitiva, del sentimiento de inferioridad, de la baja autoestima, de sentirse solas e incapacitadas, de llorar, de luchar, de convencer, de hacer creer, de que no les enseñen a amar y a ser libres, …
Y continuaron hablando y hablando hasta que de repente la perra preguntó al maestro:
- ¿Y por qué tú, maestro, y no una maestra?
Todas corearon agitadas: “Eso, eso, ¿por qué no ha venido una maestra? Tú no nos vas a entender. Sin embargo una maestra estará más preparada como hembra para escucharnos.” Y siguieron diciendo cosas como: “Los hombres no entienden de sentimientos. Son fríos. Sólo sirven para follarnos. Deberías estar jugando al fútbol, en casa, bebiendo cerveza. O haciendo pesas en un gimnasio. ¿Qué sabes tú de estos sentimientos? Seguro que explotas a tu hembra y la machacas psicológicamente, como hacen todos. Las hembras somos más buenas, más sensibles al sufrimiento. Hemos sufrido tanto durante años y años. ¿Qué sabes tú?
De repente, sin más, el maestro comenzó a llorar desesperado, sollozando tristemente. Y cuando el maestro habló todas callaron escucharon:
- ¿No lo comprendéis? Este muro no es para vosotras. Yo también vivo preso del pasado, de la cultura, de lo que se espera de mí. Estoy cansado de tener que llegar alto, de dar la talla, de intentar no parecer femenino, de no elegir mi lista de la compra, de no encargarme de la educación de los críos, de estar encima en la cama, de ser criticado, de ser fuerte, de ser débil y parecer maricón, de ser el chulo, el ligón, de casarme, de buscar una madre cuando quiero una mujer, de ser un guarro, de no cotillear, de arrastrarme, de ser insultado, de no comprender a los demás, de no saber escuchar, de no ayudar, de ser independiente, de buscar mis intereses, de tener que ser algo solo porque se espera de mí. Vivo cansado de reprimir mis emociones, de no contar lo que me pasa, de luchar, de hacer creer que soy muy macho, y de retener estas lágrimas durante tanto tiempo. A nosotros tampoco nos enseñaron a amar y a ser libres.
…
Después de esto, todos quedaron callados, vacíos, serenos. Sintieron la gloriosa sensación y la certeza gozosa del: “Ya está dicho”.
Irremediablemente se dieron cuenta de que el muro no estaba entre machos y hembras, sino que se alzaba terrible y casi impenetrable en frente de todos. Como un horrible monstruo, o más bien, como una horrible sombra que penetra, que roza suavemente como una tela pegajosa que se adhiere, como el moho, como quien no quiere la cosa. Al menos ahora era visible, y el futuro, aún oscuro e incierto, se podía imaginar a lo lejos pleno de armonía y respeto.